Muchas veces, el silencio es el mejor argumento en una reunión

Reuniones sin rumbo

Odio las reuniones de trabajo a última hora del viernes.
Muchas palabras saltan y corretean juguetonas,
pero pocas se cobijarán en una madriguera provechosa.

Las reuniones son un escenario bajo la lluvia,
donde los majaderos despliegan sus plumas coloradas.
Son una representación que produce sonrojo,
una vergüenza ajena para las ideas propias,
un templo para la oración a la beata mediocridad,
un medio para no llegar a ningún lado,
el lado oculto de la luna de un coche estrellado,
un firmamento sin estrellas y con firmas de asistencia,
malas ocurrencias llenas de bondadosas intenciones,
sabelotodos que todo lo estropean con sus geniales propuestas,
listos muy tontos y tontos demasiado listos,
buenas teorías hoy que serán malas prácticas mañana.

Unos cuantos engreídos asesinaron al sentido común.
Yace muerto en este corral mientras se cacarean necedades.
Los cotilleos inoportunos picotean mi paciencia,
interrumpen un hilo ya deshilachado,
cosen unas proposiciones de cajón de sastre,
para hacerle un nuevo traje al desnudo emperador
que preside este aquelarre colegiado falto de educación.
El ruido sordo de mil voces ensordece a quien quiera abrirse paso.
No hay camino que conduzca a la conclusión, sí a la confusión.

Todo es tan fácil como sentenciar, todo es tan difícil como escuchar.
Es entonces cuando el modesto silencio es el mejor argumento.
Porque los mediocres intentarán deslumbrarnos con fuegos artificiales,
comprados de saldo en una tienda de los chinos,
ya que no pueden destacar ni con brillantes argumentos,
ni con el peso de sus acciones, ligeras de cascos.
Así es la vida real: un baile de patos rabiosos,
con pisadas en la sala de baile ensangrentada,
y música desafinada tocada por una orquesta borracha
que no esperará a que el barco pirata se hunda para abandonarlo.